En este epígrafe puede englobarse a aquellas mujeres que mostraron comportamientos contrarios a las leyes (ladronas) y a las buenas costumbres: prostitutas, alcahuetas, hechiceras y brujas.
Las ladronas carecen hasta el día de hoy un estudio detallado, pero hay indicios que apuntan a que el hurto por parte de mujeres era de pequeña consideración; posiblemente esa sea la causa de que no encontremos información sobre ladronas. No hay rastro tampoco de féminas que formasen parte de bandas de salteadores de caminos, como no fuese para darles cobijo tras el asalto, escondiéndolos de las autoridades. Hay algunos casos de mujeres pícaras, que en connivencia con otras/os, timaban a los desprevenidos; y por supuesto aquellas que aprovechaban su situación de amas de llaves, dueñas o sirvientas, para sisar comestibles de las despensas de sus amos, especialmente si éstos eran de edad avanzada y buena posición económica.
Pobrecitas
Aún así no estaríamos ante casos de verdadera marginación; para ello esas ladronas de poca monta tendrían que hacer del latrocinio un modus vivendi, como en efecto ocurrió con muchos hombres en la misma época. En cambio estas mujeres utilizaban precisamente su posición en la sociedad establecida para robar sin ser advertidas.
En cuanto a las prostitutas, Sanger tiene ya un estudio muy antiguo (1895) que recoge su preocupación por conocer cómo surgió este fenómeno denigratorio para la mujer, y qué efectos tuvo en la sociedad. Es un análisis pionero y por ello algo ingenuo y carente de cierto tipo de fuentes, pero es un inicio.
En la Edad Moderna se mantuvo el debate, abierto en la Edad Media, sobre su situación. Algunas voces, teniendo como respaldo a reputados moralistas, deseaban mantener controlada una actividad que, sospechaban, jamás podría ser erradicada. Por lo general esos autores o gobernantes tenían en mente el problema de los grandes núcleos de población. Otros, residentes en ciudades más pequeñas y manejables, postulaban la aplicación de castigos ejemplares a las mujeres públicas y su reclusión en cárceles de mujeres, que comenzaron a proliferar desde mediados del siglo XVI.
Un estudio describe con detalle la disputa, las posturas encontradas y las malas costumbres que imperaban a este respecto en la Edad Moderna. (123)
Es necesario tener en cuenta el caso americano, que suele relegarse al olvido: los españoles que arribaban a América en busca de una vida mejor, con frecuencia entablaban relaciones con mujeres autóctonas, nativas, a las que mantenían en sus casas como barraganas o mancebas, con independencia de si ellos estaban casados o no. El comportamiento masculino indica, en este caso, la situación de indefensión de la mujer en territorios americanos.
No se quiere decir con ello que todas las prostitutas o "arrimadas" lo fuesen siempre a causa de la violencia masculina: estamos ante un caso en que resulta difícil dilucidar la voluntariedad. Hubo prostitutas que cayeron en ese comportamiento por necesidad, otras por costumbre, otras por vicio. Algunas, es de suponer, por miedo.
En los regimientos o ayuntamientos que consideraron inevitable su existencia, se las recluyó en un barrio concreto de la ciudad, con un solo acceso vigilado y sujetas a un control sanitario frecuente, mientras se buscaba el modo de reinsertarlas en la sociedad. No fueron muchas las ciudades peninsulares que se avinieron a esta solución. En la mayor parte del territorio de la Monarquía Hispánica, las prostitutas eran invitadas a abandonar sus prácticas, so pena de destierro e incluso azotes. Las más recalcitrantes eran conducidas a la citada prisión de mujeres o Casa de Galera, institución con objetivo correccional: se las recluía en régimen de aprendizaje de algún trabajo manual u oficio honesto como las labores de la casa o la costura, para que pudiesen ganarse la vida sin necesidad de recurrir a la prostitución. No todas aceptaron esa situación, y escapaban de la Galera a la menor ocasión. El mayor enemigo de la prostituta era la mujer casada, que se sentía burlada y ofendida por ella, máxime cuando el comportamiento inmoral de su marido era público y notorio. Sin embargo se conocen casos de damas casadas que, no sin esfuerzo, acogieron en sus familias a los hijos ilegítimos de sus maridos, habidos por lo general con prostitutas del lugar.
El caso de las alcahuetas fue igualmente espinoso. Existe un fondo procesal muy amplio, puesto que este delito se penaba no con el ingreso en la Galera, sino con penas mayores como azotes, destierro y castigos monetarios de importancia.
Si bien existe en España un estereotipo facilitado por la obra de Fernando de Rojas La Celestina, no se corresponde con la realidad descrita en las fuentes documentales. En realidad las alcahuetas eran maduras o bastante jóvenes (algunas eran al mismo tiempo prostitutas), pocas veces ancianas, y se relacionaban con lo mejor de la sociedad por diferentes motivos. Algunas comenzaron a gestionar enlaces matrimoniales pero cayeron en el negocio, más sencillo, de facilitar la práctica de la prostitución.
Existe por ejemplo la figura de la sirvienta que, ya afincada en la ciudad, animaba a doncellas pobres de su pueblo o aldea de origen para que siguiesen su ejemplo y viajasen a la urbe para trabajar como criadas. Lo que éstas no sabían es que su destino era muy otro: una vez en territorio desconocido, la supuesta sirvienta (en realidad alcahueta) las entregaba a hombres adinerados, por lo general maduros, que las convertían en sus mancebas por la fuerza o a cambio de dinero.
Ciertamente algunas hacían de intermediarias entre jóvenes cuyas relaciones no eran aprobadas por las respectivas familias, pero no son las que más frecuentemente describen las fuentes. En esos casos las muchachas solían recurrir a sus propias criadas, con las que tenían mayor confianza.
Tampoco la documentación las asocia a la producción de pócimas o bebedizos; estas habilidades se atribuyen más bien a las mujeres tenidas por brujas o hechiceras. El delito de hechicería fue muy perseguido en Europa, fruto en gran medida de la ignorancia y la mezcla de superstición, religión y cultos paganos anteriores al cristianismo. Se trata de un tema que puede, en algunos casos, relacionarse con prácticas médicas, puesto que las tales brujas solían ser personas muy familiarizadas con las propiedades curativas, alucinógenas, o de otro tipo, de las plantas y de las sustancias que podían obtenerse de ellas. Otro tema, más propio de la teología, es el de los cultos demoníacos. Al hallarse la documentación mezclada y ser los testimonios tan similares y a veces, tan poco fiables, es un tema muy poco trabajado por los historiadores españoles. Entre los hispanistas extranjeros destaca Gustav Henningsen, de origen danés, que ha estudiado el tema en profundidad llegando a la conclusión de que los procesos por brujería en la Monarquía Hispánica son realmente escasos. La Etnografía y la Etnología, así como la Antropología se han preocupado más por estas prácticas.
Hay también una corriente de investigación que saca a relucir a la Inquisición y su intervención en algunos procesos por hechicería muy conocidos, pero cabría recordar que la brujería caía en el ámbito de la jurisdicción eclesiástica ordinaria, es decir, era competencia de los obispos.
Las denuncias existentes ante el Santo Oficio casi en todos los casos fueron interpuestas por familiares o vecinos de las supuestas brujas, pero en la mayoría de causas los prolegómenos (interrogatorios sobre todo) indicaban ya a los jueces que estaban ante mujeres con conocimientos inusuales de herboristería, y con severas recomendaciones se las ponía en libertad. En muy contadas ocasiones se sospechó de prácticas heterodoxas. Al salir libres, sin embargo, comenzaba o continuaba el hostigamiento social de estas mujeres: a la sospecha de brujería por la que habían sido denunciadas, se unía la realidad de haber pasado, siquiera en sus tramos iniciales, por un proceso inquisitorial. El haber sido reo del tribunal del Santo Oficio suponía en esta época un baldón social que apenas podía superarse, por muy inocente que se hubiese declarado al presunto delincuente.
Con respecto a la Casa de Galera, en primer lugar debe recordarse que en la Edad Moderna las mujeres compartían las cárceles con los hombres y no recibían un trato diferente. Esto comenzó a cambiar a mediados del siglo XVI, con el surgimiento de las llamadas Casas de Galera, es decir, centros de reclusión exclusivamente para mujeres en los que no se practicaba el castigo corporal, se intentaba proporcionar alimentos y vestido a las internas, y como objetivo último y prioritario, se las preparaba para desempeñar un oficio honrado con el que pudiesen sacar adelante a sus familias o a ellas mismas.
Es interesante el estudio Cárceles y mujeres en el siglo XVII, de Magdalena de San Jerónimo, Teresa Valle de la Cerda e Isabel Barbeito, del Instituto de la Mujer, en que se hace referencia a la Galera de Madrid.
De hecho hay una importante línea de investigación relacionada con este tema aunque no centrada directamente en él: es el análisis de esas casas, llamadas también casas de recogidas, o recogimientos, que se extendieron por la Monarquía Hispánica, América incluida. Los investigadores intentan establecer cuál fue su régimen y qué grado de éxito tuvieron, aunque de momento son más abundantes los someros análisis de sus fundaciones, forma de sostenimiento (casi siempre a través de la beneficencia: cofradías, fundaciones, obras pías, etc.) y tipo de delitos cometidos por las mujeres allí ingresadas.